Hay hombres que luchan un dia y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles -Bertolt Brecht
Vivimos una lucha constante entre quienes somos, quién queremos ser y lo que la sociedad nos dice que debemos ser. Esta batalla fluctuante entre ser y estar, acaba por desgastarnos en la búsqueda de una identidad que nunca parece estar completa. Desde pequeños, absorbemos las expectativas del entorno: lo que significa ser exitoso, aceptado o incluso feliz. Y mientras crecemos, esas expectativas se van acumulando en nosotros como verdades absolutas, empujándonos a conformarnos y crear una identidad que poco se cuestiona con el pasar de los años.
En esa conforme-identidad, surge el dilema. ¿Por qué mientras seguimos el camino dictado por la sociedad, una parte de nosotros susurra de manera latente? como el eco o una corriente subterránea que fluye, esperando el momento adecuado para emerger. una voz interior que refleja quienes realmente somos, la versión sin filtros, la que cuestiona si el rumbo actual nos pertenece o si hemos sido arrastrados por una idea ajena. Una lucha con la aspiración de lo que queremos ser, esa proyección idealizada moldeada por nuestros sueños, experiencias e inspiraciones. Pero esa proyección también se ve contaminada por las imágenes prefabricadas de éxito y perfección que consumimos en los medios y redes sociales.
La lucha entre estas tres fuerzas genera un estado de incongruencia constante, física, emocional y mental. Nos miramos al espejo y no reconocemos del todo a la persona reflejada. A veces nos sentimos actores en un escenario, interpretando papeles para satisfacer a otros o cumplir con estándares impuestos. Esa actuación nos agota, y el cansancio se manifiesta en tensiones corporales, dolores inexplicables o incluso en enfermedades psicosomáticas. La mente, por su parte, se convierte en un campo de batalla donde el diálogo interno se vuelve ruidoso y caótico.
En este contexto de sobreestimulación y confusión interna, volvemos a los impulsos, una especie de respuesta esperada y propiciada por el entorno. Una cultura basada en una adicción a la dopamina, donde la rapidez (de acción, de gasto, interacción, etc) es el combustible que nos hace arder satisfactoriamente tristes a la luz de la pantalla. Con un cansancio que solo puede apagarse al dormir pero que vuelve en cuanto despiertas.
Socialmente, esta lucha nos divide. Queremos pertenecer, ser parte de algo más grande. Anhelamos destacar, ser únicos. El equilibrio entre esos extremos es difícil de alcanzar porque la sociedad premia la uniformidad, pero aplaude la originalidad. Y ahí estamos nosotros, intentando encajar mientras buscamos destacar.
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